Las primeras
crónicas de desastres datan del siglo XVI y desde ese momento, la forma en que
la población y las autoridades han actuado frente a las emergencias y desastres
ha entrañado una combinación de improvisada generosidad con abusos
oportunistas.
Ocurría un desastre importante y sus efectos se iban olvidando
con el paso de los años hasta que nuevamente la naturaleza mostraba su cara
tenebrosa y la gente se veía obligada a sumergirse en la acción, como si las actividades
meramente físicas de desenterrar de entre los escombros a muertos y heridos,
ayudar a los vecinos a reconstruir y plantar de nuevo los campos, pudieran
suavizar el hecho de que sería cuestión de tiempo hasta que la adversidad
llamara a la puerta y hubiera que enfrentar un próximo desastre.
La realidad muestra
que esta era la manera como se manejaban los desastres en las Américas hasta
los primeros años de la década de los setenta. La mayor parte de las veces el
socorro se prestó con mucha generosidad y solidaridad, pero adoptando medidas
improvisadas y poco coordinadas, con lo que se presentaron problemas de
competencia entre sectores y adicionalmente una respuesta internacional de
ayuda que no era la más apropiada técnicamente o la más sensible culturalmente.
Esta respuesta o fase de socorro que incluía la rehabilitación y reconstrucción
inmediata, cada vez se hizo más frecuente y más compleja debido al crecimiento
de la población expuesta al riesgo y a la dependencia en aumento de la sociedad
respecto a servicios indispensables como agua, electricidad, comunicaciones,
carreteras y puertos.
Estas experiencias
traumáticas mostraron a los países la necesidad de organizarse con el fin de
responder mejor a los diferentes problemas que generalmente acompañan a un
desastre, es decir: rescatar a los sobrevivientes, atender a los heridos,
apagar los incendios y controlar los escapes de sustancias peligrosas, brindar
albergue, agua y alimentación a los damnificados, evacuar a las personas a
lugares más seguros, establecer comunicaciones, resguardar la seguridad y el
orden público, e identificar y disponer de los cadáveres, entre otros.
Varias
catástrofes pusieron de relieve las deficiencias de una respuesta organizada.
Asignar toda la responsabilidad a las fuerzas armadas u otro órgano similar,
sin inversión previa de recursos y participación del resto de la nación, trae
consigo una fase caótica en la que los sobrevivientes enfrentan además de la
recepción de la asistencia, a veces contraproducente, de una multitud de
organismo e instituciones locales, nacionales e internacionales que actúan, no
sólo por mandato, sino también porque por buena voluntad quieren brindar ayuda
a los que sufren los efectos del desastre.
La fase de
respuesta es compleja, porque además de la gran cantidad de entidades que
participan, el problema mayor radica en la toma de decisiones sin medir sus
repercusiones. Se complica aún más si se pretende tomar decisiones y dirigir
las operaciones sin conocer siquiera su funcionamiento en condiciones normales
en lugar de coordinar los esfuerzos de los actores locales.
En todos los
tiempos y culturas el ser humano generalmente ha tenido una actitud pasiva y
facilista o ignorante frente a las dinámicas del medio ambiente físico. Aún
está profundamente arraigado el considerar las manifestaciones violentas de la
Naturaleza como designios de Dios o asuntos ineludibles de la Naturaleza misma.
Es común que ello
se exprese en actitudes fatalistas, de resignación y postración, o simplemente
de rechazo frente a un tema en el cual el bienestar o incluso la vida están
comprometidos en un futuro incierto.
Planificar con el
factor riesgo es, fundamentalmente (y el término mismo lo implica) un proceso
de toma de decisiones frente a incertidumbre.
Cada vez más, se
espera un estrecho compromiso entre la búsqueda de mejor calidad de vida, de
opciones de desarrollo y de la menor influencia adversa sobre el Medio
Ambiente, lo que conduce a la necesidad de entender la complejidad del problema
del manejo de riesgos, tratando sus diversas facetas: culturales, históricas,
antropológicas, científico-naturales, técnicas, económicas, psicológicos, entre
otras.
Gran parte del
riesgo asociado a los fenómenos naturales extremos puede atribuirse a problemas
de percepción. Así como el riesgo de los fenómenos de evolución rápida (p. ej.
sismos) no se percibe bien por su escasa ocurrencia, el riesgo que causan
fenómenos de evolución lenta, generalmente no es percibido adecuadamente por
esa característica, su lento y poco violento desarrollo. La escasa percepción
de riesgos también puede deberse a negaciones individuales y colectivas que,
incluso en lapsos de pocos años, pueden borrar de la memoria la ocurrencia de
fenómenos amenazantes.
Para aportar a una
nueva visión de los fenómenos amenazantes, de la vulnerabilidad de poblaciones
y sobre todo, al entendimiento que los desastres no sólo son producidos por
eventos de gran magnitud que ocasionalmente afectan extensas regiones y
producen ingentes daños, si no que en nuestro medio socioeconómico y cultural
hacen parte de la cotidianidad y que, probablemente, están creciendo en
frecuencia y en efectos.
Esta información, o
la más reciente sobre los centenares de eventos desastrosos, desde los que
afectan a individuos y pequeñas comunidades hasta los que producen víctimas
fatales, reportados en los últimos meses, serían motivo suficiente para que en
la memoria colectiva mundial se pensara más en la responsabilidad que le cabe
frente a su interacción con la Sociedad y con la Naturaleza, siempre dinámica y
actuante según leyes naturales y jurídicas, que a veces se nos olvidan.
Centro de Capacitación y Prevención para el Manejo de Emergencias y Medio
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